28 marzo 2010

Capitulo I parte III



No sé como describir este lugar… ¿Mágico? No, irreal quizás esté mejor.



Es un lugar terrorífico. Es como el infierno que se imaginan los niños, lleno de fuego y criaturas rojas. Pero no tienen tridentes, ni orejas puntiagudas, ni cola trasera. Solo son como yo, pero con la piel roja.


El hombre desconocido, me conduce hacia una puerta negra, la traspasamos, y aterrorizada, observo como entramos en un pasadizo de celdas. Una cárcel. Que frustrante. Hasta en el cielo hay cárcel.


A mí alrededor oigo voces que suplican libertad, jadeando y gritando. Resulta horripilante, ver sufrir a toda esta gente. Esto no es el cielo, es el infierno.


Llegamos al final del pasillo, y el hombre me hace entrar en la única celda bacía que hay. Temblando de pies a cabeza, me escabullo dentro y me acurruco contra la pared más alejada de la reja, que ahora el hombre acaba de cerrar.


Cada vez me siento menos fuerte, es como si este lugar abduciera la fuerza de mi cuerpo.


Dejo vagar mi mente por el pasado, y el primer recuerdo que aparece, rápido como una ráfaga de viento, es el de ese hermoso chico, tocando el piano. Una belleza jamás vista para mí.


Me imagino con él, sentada a su lado, con mi nuevo cuerpo, disfrutando de la dulce melodía que tocan sus largos y finos dedos. Esta imagen me alivia mucho, hasta llegar a la conclusión, de que prefiero vivir en la imaginación, antes que en la realidad.


-Hola.- desconecto de la ficción y vuelvo a la realidad, al oír esa voz, procedente de la celda contigua a la mía.


-¿Cómo te llamas?- vuelve a mascullar esa voz, de mujer.


-Eh…Catherine MacGray.- susurro, a la par que me giro para ver el rostro de la mujer que me acaba de preguntar.


-Yo soy Mayorett, puedes llamarme May.


La chica es joven, más que yo, con el mismo color de piel que el mío y con una melena rubia, ondulada. Sus labios rojo carmesí, brillan ante la tenue luz que proviene de las lámparas de aceite que hay colgadas en la pared de piedra.


-¿Qué es esto May? ¿Dónde estamos?- le pregunto. Un raro instinto me dice que Mayorett es buena compañía, por el momento.


-No sé mucho más que lo que tu puedes intuir. Es el infierno, estamos en una cárcel.


-¿Y tú porque estás aquí?- vuelvo a preguntar.


-No lo sé, no he hecho nada malo. Verás, yo estaba con mi novio, saliendo de una discoteca, y unos chicos con malas pintas, nos quisieron atracar, pero mi novio se negó, entonces uno sacó una navaja de su chaqueta de cuero, y nos amenazó de muerte. Mi novio le propinó una patada en el estómago a uno de ellos, entonces el del cuchillo, saltó y se lo clavo a mi novio, en el pecho. Yo, asustada como estaba, empecé a correr, tan rápido como mis piernas me dejaron, y tan ofuscada como estaba, mirando hacia atrás para ver si me alcanzaban esos tíos, no vi el coche que se me cruzó por delante. No sentí dolor, solo como el corazón, latía por última vez. Después me encontré en una sala llena de espejos, con mi aspecto nuevo, y al salir a investigar, el hombre que te ha traído hasta aquí también me trajo a mí. Le he dado el nombre de cazador.


Quedo boquiabierta unos segundos, y cuando al fin puedo hablar, pregunto.


-¿Y cuánto hace que estas aquí?


-No sé como funciona el tiempo aquí, pero en la vida, unos tres días creo.- me responde, con aire pensativo.


-¿Y a ti que te pasó?- me pregunta, curiosa.


- Morí de vejez, en mi cama, junto a Jeik, mi odioso marido. Y lo que continúa, igual que a ti.- le respondo, desanimada.


-Parece que estamos condenadas, condenadas al infierno.- susurra Mayorett.


-Pero, ¿por qué? No creo que haya hecho algo tan malo como para que me condenen para toda la eternidad en el infierno.- interpelo, decaída.


- Ya…la vida es injusta, y parece que la muerte también- masculla May. -No me imagino que les pasará a los asesinos, o a los ladrones.


Nos quedamos las dos en silencio unos minutos, en los que recuerdo mi vida de mortal, sirviendo a Jeik. Más para atrás, recuerdo mi niñez, a mi madre peinándome y haciéndome dos largas trenzas, y a mi padre, ayudándome con los deberes de matemáticas. Una lágrima salta de mi ojo, y baja por mi mejilla, hasta desvanecerse. Un dolor muy fuerte impregna mi pecho, ya vacío, sin corazón. Pero, si no tengo corazón, ¿cómo puedo sentir dolor? ¿Cómo puedo sentir algo?


La duda se queda en el aire, sin respuesta.

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